Portugal es una maravilla que los españoles tenemos a un paso. Un país al que le damos demasiado la espalda en lugar de mirarle como se merece, como una nación hermana con la que compartimos muchísimas cosas. Allí presumen, sobre todo, de dos estupendas ciudades que se disputan el título de la más bonita o la mejor. Son, claro, Lisboa y Oporto. Y esta última tuve la oportunidad de conocerla en esta Semana Santa.
La capital del norte, la reina del río Duero que se convierte en Douro en cuanto traspasa la frontera, está a pocas horas en coche de muchos puntos de España. Por eso es una opción excelente para una escapada de dos o tres días, con la ventaja de que no es necesario someterse al siempre engorroso proceso de volar en avión.

La ciudad tiene distancias cortas y un plano un tanto desordenado, así que no existe un recorrido claro predeterminado, pero nosotros llegábamos al centro en metro (ver nota al final del artículo sobre alojamiento y transporte) y comenzamos en la estación de Trindade, donde arranca un paseo cuesta abajo (pronto comprenderéis la comodidad de hacerlo en este sentido) que acaba en la orilla del Duero y va mostrando las distintas caras de la ciudad, desde su parte más señorial hasta la tradicional de los muelles fluviales.
Enseguida la iglesia de la Trinidad y sus alrededores enseñan al viajero ese contraste tan portuense (y también lisboeta) en el que se mezclan edificios muy cuidados con otros decadentes, recuerdos de un pasado mejor.
Rodeando el Ayuntamiento se llega hasta su imponente fachada principal y allí aparece ante los ojos del visitante la gran Avenida de los Aliados, un anchísimo bulevar con una franja central peatonal del que parten buena parte de los tours guiados y en el que si vais en fechas turísticas (la Semana Santa por supuesto es temporada altísima) empezaréis a escuchar español sin parar a vuestro alrededor.
Al final de la avenida, una estatua ecuestre del rey Pedro IV cierra la colección de palacios decimonónimos o de principios del siglo XX, ahora convertidos en hoteles y restaurantes, y da paso al entramado de calles en cuesta de la parte más histórica.
A la vuelta de la esquina nos topamos casi sin quererlo con la estación de Sao Bento (San Benito), que además de una terminal ferroviaria todavía en funcionamiento es uno de los principales atractivos de la ciudad.
En su vestíbulo principal no solo se anuncian las llegadas y salidas de los próximos trenes. Las paredes cuentan, a través de los tradicionales azulejos que luego encontraremos en las paredes exteriores de varias iglesias, episodios importantes de la historia de Portugal, un país que como casi todos se creó a base de batallas ganadas, que llegó a tener un inmenso imperio en América, África y Asia y que no se olvida de presumir de sus glorias pretéritas.
Retrocediendo sobre nuestros pasos de nuevo hacia el final de Aliados, tocaba abordar la primera subida seria para llegar hasta la librería Lello e Irmão.
La llaman ‘la librería de Harry Potter’ y desde luego su estilo neogótico bien lo merece. Cuenta la leyenda que la autora de la saga mágica, J.K. Rowling, se inspiró en ella para sus obras puesto que durante un tiempo vivió en Oporto como profesora de inglés, pero lo cierto es que ninguna de las localizaciones de la película fueron rodadas en su interior.
Aun así, se ha convertido en una ‘turistada’ de primera magnitud. Fue el sitio donde más cola encontramos para poder acceder (45 minutos aproximadamente), hay que pagar una entrada de 4 euros (que se obtiene en un local situado unos metros más arriba y cuyo precio se descuenta si compras un libro) y las muchedumbres hacen imposible sacar una foto decente.
Si podéis evitad los días y horas punta. Entonces merecerá la pena contemplar sus espectaculares vidrieras, techo y escalera, y podréis apreciar las buenísimas obras que atesora. Porque, en efecto, es una librería de categoría a la que el turismo amenaza con acabar devorando…

De nuevo a muy pocos metros encontramos la iglesia de Carmo, una de las más habituales en las postales portuenses por su lateral azulejado. El interior, al que se puede acceder de forma gratuita, es de estilo barroco portugués, un tanto oscuro y abigarrado.
De su fachada parte una placita muy agradable con terrazas, un mercadillo (era viernes) y por ella cruza una de las líneas del clásico tranvía. Este medio de transporte es siempre tan vistoso y fotogénico que da pena haberlo perdido en España en su forma tradicional. En Oporto todavía lo conservan (aunque sea ‘tuneado’ con publicidad de Coca Cola) y es una forma cómoda de abordar el sube y baja constante de sus calles.
La siguiente postal es la de la archiconocida Torre de los Clérigos. Puede que no sea lo más bonito de la ciudad, pero es su edificio más alto y su símbolo con permiso del puente que luego veremos. Los amantes de las vistas panorámicas pueden animarse a subir varias decenas de escalones, asomarse al campanario y contemplar desde allí con una estampa de 360 grados cientos de tejados a sus pies que se extienden hacia el río, la catedral y la parte más moderna de la ciudad.
Junto a la torre hay unas cuantas fachadas coloridas, que antaño alojaron tiendas tradicionales y que hoy se han reconvertido en establecimientos para turistas. Esto no siempre es malo si se hace con gusto, y así ha ocurrido con la Casa Oriental, “una tradición portuguesa desde 1910” como reza su letrero donde ahora se venden sardinas en lata. La pecularidad es que los envases tienen cada uno un año rotulado, y en ellas se recogen los personajes más importante que nacieron en esas fechas. Un souvenir curioso y original.
De Los Clérigos nacen varias callejas que conducen directamente hacia la parte vieja. En las traseras del Centro Portugués de Fotografía hay ejemplos a porrillo de esa decadencia tan portuguesa y que, de nuevo, ejemplifica los contrastes entre edificios cuidados y abandonados, unos junto a otros. Dependerá, supongo, de su particular historia y de la suerte que han tenido con propietarios y administraciones.
Casi sin querer se llega hasta el Mirador de Vitoria, en realidad un solar abandonado que es un balcón perfecto sobre la parte sur del centro histórico y permite contemplar por primera vez el río a los que venimos del cogollo urbano. En él todos los turistas aprovechamos para asomarnos, disparar y descansar un rato.
Tras la pausa fotográfica, toca preparar los gemelos para bajar unos cuantos peldaños. Las ‘escadas’ que parten del mirador descienden vertiginosamente y te dejan en un lateral del mercado Ferreria Borges, que a su vez da a la plaza donde se encuentra el Palacio de la Bolsa, otra de las estrellas de la ciudad que también muere de éxito.
Tanta gente había aquella mañana que, en torno a las 12,30, ya no quedaban entradas para visitarlo en todo el día. No se puede recorrer por tu cuenta sino que únicamente permiten grupos guiados y nos quedamos con las ganas de contemplar sus salas. Solamente pudimos ver el patio central (un aperitivo que permite hacerse una idea de la grandiosidad de este edificio) alegando que íbamos al restaurante. Era cierto, pretendíamos comer allí aunque finalmente tampoco había sitio, pero si no es vuestro caso siempre podréis utilizarlo como un pequeño truco para asomarse un momento al interior.
Hablando de comidas, Oporto es sinónimo de ‘bacalhau’ y de ‘francesinhas’. El primero no necesita presentación y es un plato típico de toda la geografía lusa. La presentación como ‘dorado’ o ‘a bras’ es una delicia, mezclado con patatas y huevo.
Cuentan que la francesinha vino de la mano de un emigrante al país galo que, partiendo del sandwich croque monsieur, decidió hacer un emparedado algo más contundente. Se le fue un poco la mano, porque ahora se sirve relleno de varios tipos de carne (una especie de chistorra, filete de ternera, york…), algunas llevan huevo, una buena capa de queso por encima y están literalmente bañadas en una salsa de tomate y cerveza. Buenísima e hipercalórica, perfecta para reponer fuerzas en medio de una jornada de pateo.

De nuevo con energías seguimos descendiendo hasta la orilla del río, y allí aparece ante los ojos del viajero el segundo emblema local: el puente de Luis I. Es una maravilla de la ingeniería, obra de un socio de Gustave Eiffel, que comunica los municipios de Porto y Vilanova de Gaia. Puede recorrerse por la parte superior del tablero o por la inferior. Por arriba los peatones conviven con el metro (que aquí al aire libre es más bien un tranvía) y por abajo con los coches.
Cada una de las dos orillas tiene personalidad propia. En la margen derecha se hacinan las casas viejas del puerto, ahora coloridas y cuidadas pero todavía luciendo detalles de antaño como las señoras asomadas al balcón y la ropa tendida. En eso, que prolifera en varios rincones, Oporto tiene un aire que recuerda a Nápoles.
La parte izquierda, por su parte, es la de las bodegas. El famosísimo vino de Oporto debe su reconocimiento mundial sobre todo al fervor con el que los ingleses se asentaron en el valle del Duero para poder tener caldos disponibles a su gusto, cuando tras las guerras napoleónicas comprendieron que los de Francia no estaban ni mucho menos garantizados.
Por eso, las marcas más famosas intercalan nombres tan portugueses como Ramos Pinto con los anglosajones de Sandeman, Offley, Taylors o Burmester.
En la orilla de Gaia puede tomarse un funicular que lleva hasta el mirador situado en los jardines Do Morro, junto a la parte alta del puente, y en la contraria se cogen los pequeños cruceros de 50 minutos que hacen la ruta de los seis puentes. Suben y bajan por el río recorriendo los pasos que a lo largo del último siglo y medio han servido para que peatones, coches y trenes se comuniquen entre ambos lados de la ciudad.
La versión más sencilla (los hay con catas de vino a bordo y otros exclusivos) cuesta 15 euros y permite tomar buenas fotos, descansar durante un rato, disfrutar de sol y la brisa cuando el tiempo lo permite, escuchar desde el agua las explicaciones en varios idiomas sobre las partes de la ciudad que se recorren y asomarse hasta la misma desembocadura del Douro en el Atlántico. Sorprende cómo de repente el río se desencaja para abrirse bruscamente al océano.
En la orilla opuesta, la de las bodegas que por supuesto son visitables y que son cita obligada para los amantes de los caldos, el ambiente es más juvenil. En las terrazas atrona música moderna (temas tan españoles como La Bicicleta o el Despacito eran el ‘hit’ esta Semana Santa 2017, también en Oporto) y son el lugar ideal para tomarse una copa de vino dulce disfrutando de las barcas que navegan por el río, algunas de ellas recreando el viejo oficio de traer las barricas desde los viñedos situados unos cuantos kilómetros, Duero arriba.
Desde el jardín Do Morro, al que puede subirse con el funicular o con otra buena panzada de escaleras (esta vez cuesta arriba) se contempla una espléndida panorámica sobre el centro histórico, y la puesta de sol adquiere los mejores tonos reflejándose en el agua y recordándonos que estamos, al fin y al cabo, en una villa marinera.


Aprovechando que ya estamos en la parte alta no cuesta nada cruzar el puente y llegar fácilmente a la plazoleta de la Sé (catedral). De estilo románico y por tanto robusta y sobria, a sus puertas uno se encuentra desde gaiteros a saltimbanquis haciendo enormes pompas de jabón para los turistas que se entretienen siguiendo el ocaso en el balcón situado junto a las puertas.

La parte monumental de Oporto se nos acabó ahí (nótese que solo hemos visitado por dentro la librería Lello, así que puede dar para muchas horas más). Pero ni mucho menos toda la ciudad.
Los amantes de las compras pueden darse una vuelta por la calle Santa Catarina, donde además de las omnipresentes franquicias (muchas de ellas españolas) se encuentra el Café Majestic. El clásico de los clásicos de la hostelería portuense tiene tanta fama que, también en los días de gran afluencia turística, exige guardar cola para poder tomarse un café en su interior.
Al final de Santa Catarina, por cierto, está la Capela das Almas, otro buen ejemplo de fachada azulejada, y junto a ella el Mercado de Bolhao.

Más allá del centro, Porto tiene otros interesantes atractivos. Uno de los mejores, que para nosotros fue una grata sorpresa, fue la Fundación Serralves. Se trata de una institución cultural donde hay unos preciosos jardines y un museo de arte contemporáneo, obra del famosísimo arquitecto portugués Álvaro Siza (premio Pritzker) que contiene exposiciones temporales.
La que nos ‘tocó’ a nosotros fue una de Phillipe Parreno, titulada ‘A time coloured space’. Difícil de describir, sin duda. Digamos que consistía en enormes globos de colores que simulaban insectos pegados sobre los techos. En cada sala predominaba un color y uno paseaba entre inquietantes zumbidos, cambios de luces y extrañas sensaciones. Como tantas exposiciones de este tipo, uno no sabe muy bien por qué, pero le acaban gustando. Y eso es lo que importa. Y como casi siempre sucede en los lugares que están pensados y bien diseñados arquitectónicamente, el visitante se encuentra cómodo y a gusto.

El edificio y la exposición están bien, pero lo mejor de Serralves son los jardines. Un remanso de paz, un lugar con mucho valor botánico y arquitectónico y un sitio idílico para pasear entre estanques, árboles enormes y sorprendentes esculturas que, de nuevo, no dejan indiferente a nadie. 100% recomendable para pasar una mañana.
La entrada, que puede combinarse con la de acceso al Palacio de la Bolsa, es por cierto gratuita para periodistas 😉
Aunque también hay alternativas en transporte público, a Serralves es muy fácil y cómodo llegar en coche si te mueves en tu vehículo propio, como era nuestro caso y el de tantos españoles que llegan a Oporto.
Está situado muy cerca de la larguísima Avenida de Boavista, que comunica con el barrio de Matosinhos, y al final de ella encontramos precisamente la playa del mismo nombre y el Castelo Do Queijo.
La antigua fortificación es una pequeña estructura defensiva que antiguamente protegía la entrada al puerto y que ahora gestiona una asociación de veteranos militares. Solo cuesta 50 céntimos entrar a verla y dentro hay un pequeño patio con varias tiendas de souvenirs y una sala de exposiciones. En su parte superior los cañones y las garitas de piedra ejercen un curioso contraste con la cercana playa, donde los surferos hacen de las suyas. Hay un pequeño acuario que puede ser interesante si viajáis con niños y muy cerca atracan los cruceros que llegan a Oporto regando la ciudad con hordas de turistas.
Tras un par de días en ella, la capital del norte de Portugal nos había regalado unas jornadas estupendas, con un tiempo ideal y la extraordinaria educación y amabilidad de los portugueses. Todos chapurrean el español, o directamente lo hablan muy correctamente, y eso hace que no exista ninguna barrera idiomática.
Además sus alrededores ofrecen atractivas visitas de un día o de medio día a Aveiro (la venecia lusa), Guimaraes o Braga (de estas dos últimas puedo dar fe y pronto habrá un post para relatarlas).
Por todo ello, sin duda, resulta obligatorio para el viajero español acercarse al menos una vez a conocer a la reina del Douro, pasear relajadamente por su centro, probar su gastronomía y conocer una verdadera maravilla que tenemos a tiro de piedra.
Muito obrigado, Porto.
Nota de alojamiento: nuestra ‘casa’ fue el hotel AC Porto, junto al Estadio do Dragao donde juega el equipo de fútbol de Iker Casillas. No está precisamente céntrico pero te permite aparcar de forma gratuita y la parada del metro del estadio, a 5 minutos a pie y con muy buenas frecuencias, te deja en apenas 10 minutos en el corazón de la ciudad.
Nota de transporte: Tanto al tranvía como a los autobuses puede accederse con la misma tarjeta que el metro, llamada ANDANTE y que cuesta 1,20 euros por trayecto aunque también existe un pase diario que se amortiza a partir del cuarto viaje.
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